Monday 4 July 2011

8. Sopa

La sopa es, además de las croquetas, comida de folclórica. Esas sopas que levantan a un muerto. Eso sí que es comer, y lo demás son tonterías.

Y aquí aparece mi madre otra vez. Esta vez, la sopa no se la lleva en la maleta (obviamente, existen multitud de problemas técnicos para llevar sopa en una maleta, pero no diré que mi madre no lo hará, porque nunca se sabe con una folclórica, sobre todo con esas que se creen que no lo son). Es un ollón enorme de sopa de cocido, que se lo lleva, un buen domingo del mes de julio (sí, porque no hay nada como tomar sopa de cocido mientras sudas como un cerdo), en el maletero, para irnos a comer a casa de la folclórica mayor (mi abuela), que la pobre, con 90 años, pues ya no hace cocido. Antes de seguir, hay que tener en cuenta que la sopa de cocido de mi madre, pues es bestial. De lo rica que está, digo. Qué tragedia, pues, fue llegar y descubrir, oh, que el ollón se había volcado en el viaje, y que toda esa sopa tan maravillosa impregnaba ahora la rueda de repuesto y todas las demás chucherías que lleva mi madre en el maletero. Fue de llorar, pero no de rabia, ni de hambre, sino de desolación.

Y por eso, porque soy folclórica y me pierde la sopa, casi perdemos un avión el otro día. Porque hace dos semanas aterrizaba yo en Düsseldorf (sí, está bien escrito) y sentí como que necesitaba sopa. Estaba sola, cansada, horas bajas. Pasé por una pequeña cafetería turca que parecía poca cosa, pero no sé por qué, en ese momento pensé que las apariencias engañan, y joder que si engañan. Ya montada en el tren, abrí el cacharro de plástico, todo bien envuelto que me lo había puesto el señor, y de allí emanaron efluvios de otro mundo. Sopa de lentejas, ay, las lentejas, de esas rojas, con un chorrito de limón. Ay, qué sopa, que me devolvió a la vida.

Pues de vuelta a Düsseldorf, ya para coger el avión a Londres, nuestro tren llevaba retraso, y yo compungida porque no nos iba a dar tiempo para pasar a tomarnos una sopa de lentejas. Pero, oh, dioses, resulta que Easyjet no es popular en este aeropuerto y no había cola para dejar las maletas. Así que el Colores me mira, yo le miro, y le digo: sopa. Y allí que nos vamos corriendo al piso de llegadas, a tomarnos la sopa. Pero, ay, luego, qué gran cola para pasar los rayos x, y qué gran cola para el puto pasaporte.

El avión al final no lo perdimos, a la niña, tampoco, y qué gran sensación esa de sentarte en el avión y pensar: vaya sopa que me acabo de tomar (en Madrid, las croquetas de jamón que me fríe mi madre justo antes de salir para el aeropuerto son las que me hacen sentir feliz una vez que me siento en el avión. Llegan aún calentitas y me devuelven a la vida después de pasar por Barajas).

Yo a Mafalda no la entiendo.